Recuerdo muy bien el momento en que empecé a escribir y por qué lo hice. Desde siempre me intrigaron los límites, el borde, la penumbra que hay entre la realidad y la imaginación, y ya los primeros -malos- poemas que compuse se proponían una exploración de esa penumbra. No me interesaban entonces las ideas de verdad o de verosimilitud. Esos problemas aparecieron después. Sólo me preocupaba saber por qué ciertos hechos que parecen corresponder sólo al orden de la ficción suceden en la realidad, o de qué manera la realidad impregna, aun involuntariamente, las ficciones. A lo primero encontré respuestas rápidas en los relatos de Kafka. Sobre lo segundo aprendí mucho leyendo luego algunos cuentos de Borges como Emma Zunz o El evangelio según san Marcos; o las ficciones, si es que se pueden llamar ficciones, de Claudio Magris y de G. W. Sebald.
La realidad es siempre insatisfactoria, y en el orden de los sueños -o de los deseos- cabe todo: las mudanzas de la geografía, la llegada de un amor imposible, el pasado, el futuro. Walter Benjamin ha expresado mejor que nadie esa ansiedad del novelista por ser otro, por estar en otros: “La novela no es significativa porque presenta un destino ajeno e instructivo”, afirma Benjamin en un ensayo ejemplar que se llama El narrador. “Es significativa porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino”. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
Cuando yo era niño, las ficciones eran para mí el refugio contra las pequeñas infelicidades cotidianas y el instrumento que me permitía tener, con la imaginación, lo que no podía tener en la realidad. Escribí mi primer cuento a los nueve o diez años, en una enorme casa de las montañas próximas a Tucumán, al norte de Argentina, donde mi familia pasaba los veranos y parte del otoño. Yo iba por las mañanas a la escuela, almorzaba con mis hermanas en casa de mi abuela, situada en el centro de la ciudad, y alguien, después, nos llevaba de regreso al cerro, en cuya falda vivíamos. Uno de mis compañeros me habló un día de un circo prodigioso que daba sus funciones hacia las seis de la tarde en un suburbio remoto, junto a un descampado de tártagos donde las gitanas vendían amuletos de mica que causaban un efecto instantáneo de amor y donde unas mujeres tan apergaminadas como transparentes curaban por cinco centavos el asma, los reumatismos y el mal de ojo.
Sin decir palabra a mis padres -porque estaba seguro de que me negarían el permiso- decidí una tarde explorar el circo por mí mismo. Era una carpa raída, con unas gradas indolentes y un piso de paja mojada. La concurrencia sería, a lo sumo, de unas veinte personas, que me parecieron miles. Cuando los reflectores del circo se encendieron, una orquesta de trombones desafinó una marcha militar y un dúo de payasos dejó caer algunos chistes que para mí eran ininteligibles y que, pensándolo bien, debían de ser obscenos. Recuerdo que unos perros enclenques se negaron a saltar a través de unos aros de fuego. Recuerdo que un león desdentado lamía la mano del domador en vez de fingir que la mordía. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, es una jovencita pálida, que daba vueltas a la pista, de pie sobre un caballo de oro -a mí, al menos, me parecía de oro- disfrazada de mariposa, con alas de tela. En ese momento tendría que haberme marchado del circo para llegar a tiempo a la casa de mi abuela, pero un pregonero anunció que la función culminaba con una ignota obra de teatro titulada La tísica, cuya protagonista era la misma écuyère de flacura inverosímil. Sin pensarlo dos veces, me quedé a verla morir de tos y a llorar como si fuera verdad.
Salí del circo tan enamorado de ella que lamenté no encontrar allí cerca a ninguna gitana vendiendo amuletos de mica.
Ya era tardísimo, por supuesto. Mis padres me esperaban alarmados, después de haber recorrido los hospitales y de haber pedido ayuda a las escasas seccionales de policía que había en el Tucumán de aquellos años. Habían estado meditando qué castigo imponerme y se les ocurrió uno que me llenó de desesperación: no podría leer ni ir al cine durante un mes. Pero lo que a veces vivimos como desdichas irredimibles son en verdad golpes de fortuna. Fue durante ese mes cuando descubrí, sin darme cuenta, las luces todopoderosas de la imaginación. Si no podía leer, al menos podía imaginar lo que no estaba leyendo. Imaginar las ausencias, los vacíos, las nadas. Reconocerme en lo que no estaba, perder los lugares que nunca había tenido.
Al lado de la casa de mi abuela vivía un anciano coleccionista de estampillas, con el que me encerraba todas las tardes a ver las imágenes del mundo atrapadas en esos ínfimos rectángulos. Las estampillas me dieron la primera idea de libertad y la primera intuición de los poderes de la literatura. En abierta rebelión contra el castigo de mis padres, escribí entonces un relato. Aprendí -sin saber la magnitud de lo que aprendía- que el lenguaje es en sí mismo un fin, un reino en el que las cosas existen con independencia de la realidad, y que cada cosa nombrada podía asumir la medida, la forma, el peso y los desvíos que le daba mi imaginación. Aprendí que los contenidos del lenguaje no tenían por qué ir más allá del propio lenguaje, que todo estaba en las palabras. Eso me preocupó: que las palabras, es decir, las representaciones, crearan una realidad que podía ser para mí más verdadera que la realidad de los sentidos. Me inquietó dejarme caer en las ficciones como si fueran realidad.
En aquel primer relato, yo entraba caminando en el paisaje de una estampilla de correos -creo que era una estampilla de Guinea-. Ese simple acto de transmigración y de transfiguración me permitió viajar, o imaginar que viajaba, desde el paraje exótico donde desembarqué a todas las otras geografías. Me permitió entrar en la intimidad de infinitas casas, entender incontables dialectos sin saber ninguno, y compartir todas las felicidades y tragedias. Yo desconocía, por supuesto, la complejidad del mundo, las pasiones, las intrigas del poder, el miedo a la muerte y, por supuesto, desconocía el sexo.
Mientras creaba una realidad otra, intentaba convencer a mi lector imaginario de que esa realidad inventada era la única. Trataba de establecer con ese lector un pacto semejante al que uno establece con una película: la realidad se recorta, desaparece, y el espectador se sumerge en otra realidad que sólo se desvanece cuando la película termina.
Cada vez que uno imagina una realidad que es otra, trastorna la historia y, por lo tanto, reinventa la historia. Mi relato de la estampilla era una manera de suprimir o suspender el castigo de mis padres. En ese primer relato cuyo final he olvidado aprendí por primera vez que las ficciones son el otro nombre de los deseos. Goethe dice que, cuanto más temprano expresemos un deseo en la vida, tanta más posibilidad habrá de que lo alcancemos. Cuanto más allá situemos nuestros sueños, tanto más lejos nos llevará la experiencia. Escribir ficciones es buscar lo que no somos en lo que ya somos, es aceptar, en aquel que somos, todos los otros que no podemos ser.
Puedo decir, entonces, que si escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio, escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguiendo la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace). Escribo para reconocer esos desconocimientos que están allí y ante los que no quisiera permanecer ciego.
No coincido con el viejo lema deconstruccionista según el cual todo texto debe suspender casi por completo su aspecto referencial. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los meridianos de la inteligencia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne.
Cuando empecé a escribir mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulyses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.
Más de una vez me he dicho, mientras escribo: “Esto es imperfecto, pero esto es lo que soy. No puedo ir más allá”. ¿Cuánto puede un cuerpo?, se preguntaba Spinoza. ¿Cuánto se puede tensar la cuerda del propio lenguaje? Creo que es preciso tensarla hasta que se vislumbren, en las profundidades de lo que somos, las reverberaciones de lo que quisiéramos indagar -más bien excavar- en los otros: las tramas de la identidad, de la pasión, del poder, de la cobardía, del sexo, de la épica, de lo que los seres humanos fueron y seguirán siendo. Lo que trato de arrancarle a cada palabra, entonces, es el eco de lo que otros sienten cada vez que la invocan, el abanico de sentimientos y significados que se abre dentro de cada ser cuando la pronuncia. Quiero que la palabra deseo, por ejemplo, resuene de manera diferente en cada uno de mis personajes, siguiendo el ritmo del afán de posesión que hay en ellos, o de la soberbia, la mezquindad, la pequeñez, el desorden, la locura, la intensidad de que están hechos.
Mi primera novela, Sagrado, de 1967, fue una obra de ruptura, de tanteo. Cometí en ella el error de negar todo lo que yo era entonces: el periodista, el investigador de las crónicas de Indias, el crítico de la literatura latinoamericana. Resultó, por eso, un fracaso. Las tres últimas novelas que he escrito, La mano del amo, Santa Evita y El vuelo de la reina, en tanto siguen sin resolver la identidad entre ficción y realidad, se mueven en el camino del medio, entendiendo el medio en el mismo sentido de Gilles Deleuze: como el lugar del movimiento, del pasaje, el punto de máxima velocidad, el imprevisto y vulnerable punto por donde las cosas empujan. ¿Medio entre qué y qué, podría preguntarse? Medio o línea del medio en la que todo cabe, todo vale: en la que el lenguaje se nutre hasta de aquello que la tradición podría considerar como escoria, como no literatura, mientras, a la vez, se afana en busca de un orden verbal, de una estructura capaz de descubrir la realidad como otra cosa: como una transfiguración o epifanía. De esa manera, el camino del medio no es la búsqueda de un promedio, de una conciliación entre contrarios sino, como diría Deleuze, es la fruición por el exceso.
Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Envidio a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea.
Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita y El vuelo de la reina. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.
Lo que escribo está siempre en estado de proyecto, así como cada uno de los seres humanos es, por fortuna, un proyecto que se desplaza, que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va.
martes, 31 de mayo de 2011
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