martes, 31 de mayo de 2011

Por qué escribo, por Tomás Eloy Martínez

Recuerdo muy bien el momento en que empecé a escribir y por qué lo hice. Desde siempre me intrigaron los límites, el borde, la penumbra que hay entre la realidad y la imaginación, y ya los primeros -malos- poemas que compuse se proponían una exploración de esa penumbra. No me interesaban entonces las ideas de verdad o de verosimilitud. Esos problemas aparecieron después. Sólo me preocupaba saber por qué ciertos hechos que parecen corresponder sólo al orden de la ficción suceden en la realidad, o de qué manera la realidad impregna, aun involuntariamente, las ficciones. A lo primero encontré respuestas rápidas en los relatos de Kafka. Sobre lo segundo aprendí mucho leyendo luego algunos cuentos de Borges como Emma Zunz o El evangelio según san Marcos; o las ficciones, si es que se pueden llamar ficciones, de Claudio Magris y de G. W. Sebald.
La realidad es siempre insatisfactoria, y en el orden de los sueños -o de los deseos- cabe todo: las mudanzas de la geografía, la llegada de un amor imposible, el pasado, el futuro. Walter Benjamin ha expresado mejor que nadie esa ansiedad del novelista por ser otro, por estar en otros: “La novela no es significativa porque presenta un destino ajeno e instructivo”, afirma Benjamin en un ensayo ejemplar que se llama El narrador. “Es significativa porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino”. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
Cuando yo era niño, las ficciones eran para mí el refugio contra las pequeñas infelicidades cotidianas y el instrumento que me permitía tener, con la imaginación, lo que no podía tener en la realidad. Escribí mi primer cuento a los nueve o diez años, en una enorme casa de las montañas próximas a Tucumán, al norte de Argentina, donde mi familia pasaba los veranos y parte del otoño. Yo iba por las mañanas a la escuela, almorzaba con mis hermanas en casa de mi abuela, situada en el centro de la ciudad, y alguien, después, nos llevaba de regreso al cerro, en cuya falda vivíamos. Uno de mis compañeros me habló un día de un circo prodigioso que daba sus funciones hacia las seis de la tarde en un suburbio remoto, junto a un descampado de tártagos donde las gitanas vendían amuletos de mica que causaban un efecto instantáneo de amor y donde unas mujeres tan apergaminadas como transparentes curaban por cinco centavos el asma, los reumatismos y el mal de ojo.
Sin decir palabra a mis padres -porque estaba seguro de que me negarían el permiso- decidí una tarde explorar el circo por mí mismo. Era una carpa raída, con unas gradas indolentes y un piso de paja mojada. La concurrencia sería, a lo sumo, de unas veinte personas, que me parecieron miles. Cuando los reflectores del circo se encendieron, una orquesta de trombones desafinó una marcha militar y un dúo de payasos dejó caer algunos chistes que para mí eran ininteligibles y que, pensándolo bien, debían de ser obscenos. Recuerdo que unos perros enclenques se negaron a saltar a través de unos aros de fuego. Recuerdo que un león desdentado lamía la mano del domador en vez de fingir que la mordía. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, es una jovencita pálida, que daba vueltas a la pista, de pie sobre un caballo de oro -a mí, al menos, me parecía de oro- disfrazada de mariposa, con alas de tela. En ese momento tendría que haberme marchado del circo para llegar a tiempo a la casa de mi abuela, pero un pregonero anunció que la función culminaba con una ignota obra de teatro titulada La tísica, cuya protagonista era la misma écuyère de flacura inverosímil. Sin pensarlo dos veces, me quedé a verla morir de tos y a llorar como si fuera verdad.
Salí del circo tan enamorado de ella que lamenté no encontrar allí cerca a ninguna gitana vendiendo amuletos de mica.
Ya era tardísimo, por supuesto. Mis padres me esperaban alarmados, después de haber recorrido los hospitales y de haber pedido ayuda a las escasas seccionales de policía que había en el Tucumán de aquellos años. Habían estado meditando qué castigo imponerme y se les ocurrió uno que me llenó de desesperación: no podría leer ni ir al cine durante un mes. Pero lo que a veces vivimos como desdichas irredimibles son en verdad golpes de fortuna. Fue durante ese mes cuando descubrí, sin darme cuenta, las luces todopoderosas de la imaginación. Si no podía leer, al menos podía imaginar lo que no estaba leyendo. Imaginar las ausencias, los vacíos, las nadas. Reconocerme en lo que no estaba, perder los lugares que nunca había tenido.
Al lado de la casa de mi abuela vivía un anciano coleccionista de estampillas, con el que me encerraba todas las tardes a ver las imágenes del mundo atrapadas en esos ínfimos rectángulos. Las estampillas me dieron la primera idea de libertad y la primera intuición de los poderes de la literatura. En abierta rebelión contra el castigo de mis padres, escribí entonces un relato. Aprendí -sin saber la magnitud de lo que aprendía- que el lenguaje es en sí mismo un fin, un reino en el que las cosas existen con independencia de la realidad, y que cada cosa nombrada podía asumir la medida, la forma, el peso y los desvíos que le daba mi imaginación. Aprendí que los contenidos del lenguaje no tenían por qué ir más allá del propio lenguaje, que todo estaba en las palabras. Eso me preocupó: que las palabras, es decir, las representaciones, crearan una realidad que podía ser para mí más verdadera que la realidad de los sentidos. Me inquietó dejarme caer en las ficciones como si fueran realidad.
En aquel primer relato, yo entraba caminando en el paisaje de una estampilla de correos -creo que era una estampilla de Guinea-. Ese simple acto de transmigración y de transfiguración me permitió viajar, o imaginar que viajaba, desde el paraje exótico donde desembarqué a todas las otras geografías. Me permitió entrar en la intimidad de infinitas casas, entender incontables dialectos sin saber ninguno, y compartir todas las felicidades y tragedias. Yo desconocía, por supuesto, la complejidad del mundo, las pasiones, las intrigas del poder, el miedo a la muerte y, por supuesto, desconocía el sexo.
Mientras creaba una realidad otra, intentaba convencer a mi lector imaginario de que esa realidad inventada era la única. Trataba de establecer con ese lector un pacto semejante al que uno establece con una película: la realidad se recorta, desaparece, y el espectador se sumerge en otra realidad que sólo se desvanece cuando la película termina.
Cada vez que uno imagina una realidad que es otra, trastorna la historia y, por lo tanto, reinventa la historia. Mi relato de la estampilla era una manera de suprimir o suspender el castigo de mis padres. En ese primer relato cuyo final he olvidado aprendí por primera vez que las ficciones son el otro nombre de los deseos. Goethe dice que, cuanto más temprano expresemos un deseo en la vida, tanta más posibilidad habrá de que lo alcancemos. Cuanto más allá situemos nuestros sueños, tanto más lejos nos llevará la experiencia. Escribir ficciones es buscar lo que no somos en lo que ya somos, es aceptar, en aquel que somos, todos los otros que no podemos ser.
Puedo decir, entonces, que si escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio, escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguiendo la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace). Escribo para reconocer esos desconocimientos que están allí y ante los que no quisiera permanecer ciego.
No coincido con el viejo lema deconstruccionista según el cual todo texto debe suspender casi por completo su aspecto referencial. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los meridianos de la inteligencia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne.
Cuando empecé a escribir mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulyses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.
Más de una vez me he dicho, mientras escribo: “Esto es imperfecto, pero esto es lo que soy. No puedo ir más allá”. ¿Cuánto puede un cuerpo?, se preguntaba Spinoza. ¿Cuánto se puede tensar la cuerda del propio lenguaje? Creo que es preciso tensarla hasta que se vislumbren, en las profundidades de lo que somos, las reverberaciones de lo que quisiéramos indagar -más bien excavar- en los otros: las tramas de la identidad, de la pasión, del poder, de la cobardía, del sexo, de la épica, de lo que los seres humanos fueron y seguirán siendo. Lo que trato de arrancarle a cada palabra, entonces, es el eco de lo que otros sienten cada vez que la invocan, el abanico de sentimientos y significados que se abre dentro de cada ser cuando la pronuncia. Quiero que la palabra deseo, por ejemplo, resuene de manera diferente en cada uno de mis personajes, siguiendo el ritmo del afán de posesión que hay en ellos, o de la soberbia, la mezquindad, la pequeñez, el desorden, la locura, la intensidad de que están hechos.
Mi primera novela, Sagrado, de 1967, fue una obra de ruptura, de tanteo. Cometí en ella el error de negar todo lo que yo era entonces: el periodista, el investigador de las crónicas de Indias, el crítico de la literatura latinoamericana. Resultó, por eso, un fracaso. Las tres últimas novelas que he escrito, La mano del amo, Santa Evita y El vuelo de la reina, en tanto siguen sin resolver la identidad entre ficción y realidad, se mueven en el camino del medio, entendiendo el medio en el mismo sentido de Gilles Deleuze: como el lugar del movimiento, del pasaje, el punto de máxima velocidad, el imprevisto y vulnerable punto por donde las cosas empujan. ¿Medio entre qué y qué, podría preguntarse? Medio o línea del medio en la que todo cabe, todo vale: en la que el lenguaje se nutre hasta de aquello que la tradición podría considerar como escoria, como no literatura, mientras, a la vez, se afana en busca de un orden verbal, de una estructura capaz de descubrir la realidad como otra cosa: como una transfiguración o epifanía. De esa manera, el camino del medio no es la búsqueda de un promedio, de una conciliación entre contrarios sino, como diría Deleuze, es la fruición por el exceso.
Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Envidio a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea.
Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita y El vuelo de la reina. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.
Lo que escribo está siempre en estado de proyecto, así como cada uno de los seres humanos es, por fortuna, un proyecto que se desplaza, que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va.

viernes, 27 de mayo de 2011

El mágico poder de la escritura

CULTURA Y TRADICIONES

El mágico poder de la escritura
Por Eva Belén Carro Carbajal

Desde hace siglos la escritura ha servido para que nos comuniquemos y para preservar la memoria de los pueblos, fijándola, frente a la cultura oral. Sumerios, egipcios y otras civilizaciones, como la china y la hindú, dejaron por escrito, bien en tablillas de arcilla y de cera, bien en rollos de papiro y en otros soportes materiales (piedra, madera, pergamino, papel, etc.), un riquísimo legado cultural que tiene como base la combinación de signos, caracteres y fonemas (sistemas cuneiforme e ideográfico) que permite, a su vez, la expresión elaborada de ideas, normas y pensamientos. Los orígenes de la evolución de la escritura se encuentran, no obstante, en el pueblo fenicio, que hábilmente creó un sistema alfabético sencillo para dejar constancia de la contabilidad y de sus transacciones comerciales por el Mediterráneo en el segundo milenio antes de Cristo.

Si bien la literatura se ha servido de la escritura para crear mundos mágicos, no menos «mágicos» resultan los usos que se les ha dado a algunos documentos literarios y textos escritos, tanto manuscritos como impresos, desde finales de la Edad Media. Mágico en el sentido de ‘protector’ o ‘taumatúrgico’, y del que dan buena cuenta, por ejemplo, los relicarios conservados para llevar en el pecho con la escritura de Teresa de Jesús, y que contienen (o, al menos, así se ha considerado) la firma manuscrita de la doctora de la Iglesia, breves fragmentos autógrafos de sus cartas conventuales o algunos versos de su obra poética. Estas reliquias fueron llevadas en vida por sus devotos junto al corazón con el propósito de que la santa de Ávila intercediera por ellos ante Dios y que así les fueran concedidas sus gracias.

Sin embargo, también se han encontrado testimonios de su utilización después de la muerte. De esto último hablan los documentos impresos hallados no hace mucho en un sepulcro segoviano de San Esteban de Cuéllar. La piadosa Isabel de Çuaço deseó ser enterrada en los inicios del Renacimiento abrazando su pequeño archivo particular, compuesto por indulgencias, bulas (incluida una bula de cruzada de 1484 en pergamino) y otros documentos y hojas impresas incunables y post-incunables, muy variados, que fue comprando y atesorando a lo largo de su vida para contribuir a la salvación del alma. Algunos son irrecuperables, pero el conjunto está conformado por cuarenta y siete documentos completos o fragmentos significativos, entre ellos la apócrifa y popularísima Oración de san León papa, en latín, que fue censurada duramente en los índices inquisitoriales de los siglos xvi y xvii y de la que apenas se conservan tres ejemplares impresos. En nuestros días puede parecer sorprendente, pero se trataba de una práctica natural en un tiempo en el que las creencias, incluso paganas, formaban parte del día a día (téngase en cuenta que en enterramientos medievales realizados «en sagrado» es frecuente la aparición de monedas en la mano del finado, como pago del viaje al más allá al sempiterno barquero).

El uso de otros amuletos en vida, como la Regla de san Benito, estampada en papel, en pequeño formato (doceavo) y normalmente encuadernada, que protegía contra el mal de ojo y la adversidad siempre que sus hojas no fueran abiertas ni leídas y se llevase sobre el cuerpo, muestra el infinito poder que la palabra escrita tuvo durante siglos, con independencia de su utilidad primigenia. Lo mismo le sucedía a los llamados evangelios (contenían, en realidad, el principio del Evangelio de san Juan y tres capítulos de los otros tres evangelistas), editados en formatos muy reducidos (dieciseisavo) y forrados en seda, que se solían colgar de la cintura de los niños junto a otras reliquias y dijes. Pedro Ciruelo, en su Reprobación de supersticiones y hechicerías (1538), se refiere a la extendida creencia y uso de librillos y nóminas que «no se han de abrir ni leer, porque luego pierden la virtud y no aprovechan». Libros chicos que resultan ser no libros, puesto que cumplen funciones (rituales) propias de un objeto destinado a no ser leído (Pedro M. Cátedra ha hablado en ocasiones de la «cosificación» de la escritura).

Oraciones, catecismos, salterios y libros del rosario mínimos se guardaban cerca del corazón practicando una magia de contacto. La escritura se convierte así en talismán: un útil elemento mágico, trasunto mediante el cual se logran los fines deseados y en el que la sugestión religiosa desarrolla un importante papel. Como sus orígenes míticos. A buen seguro que los fenicios, tratantes y viajeros por excelencia, nunca pensaron que llegarían tan lejos.

lunes, 23 de mayo de 2011

La misión del escritor- Albert Camus

LA MISIÓN DEL ESCRITOR (*)

Por Albert Camus

Al recibir la distinción con que vuestra libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.

Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natral conoce incesantes desdichas?

Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea en prueba de reconocimiemto y amistad, os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo a los demás; equidistantes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar, y sin han de tomar un partido en este mundo, este sólo puede ser el de una sociedad en la que según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo, el papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si lo consintiera. Pero el silencio de un prisionero desconocido, basta para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Ninguno de nosotros es lo bastante grande para semejante vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificara a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.

Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, esencialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres -nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, y que para poder completar su educación se vieron enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial, el universo de los campos de concentración, la Europa de la tortura y las prisiones -se ven obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta que llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación, han reivindicado el derecho y el deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrías hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de sus amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado al momento, sabe morir sin odio por ella.

Es esta generación la que debe ser saludada y alentada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra segura aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y la belleza; consagrado, en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de esos, podrá esperar que el presente soluciones ya hechas y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis deudas y también a mi fe difícil, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para deciros que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando en el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me resta daros las gracias, desde el fondo de mi corazón, y haceros públicamente, en prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa de felicidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días. (*)

(*) Fuente: Albert Camus, "La misión del escritor", antología de Visionarios Implacables, Buenos Aires, Mutantia, pp.20-23.

viernes, 20 de mayo de 2011

Si no me miran ...¿ no existo?

Ver/ser visto/hacerse ver( Publicado en Pagina 12 el 20/5/11)

Por Noé Jitrik

Séraphine, una delicada película del tipo biografías de artistas de un para mí desconocido Martin Provost, sigue una historia real tal cual, con nombres y apellidos y funciones que parecen extraídas de biografías canónicas. Wilhelm Uhde, un galerista y crítico de arte alemán que pasó a la historia como descubridor de talentos salvajes, a los que denomina “primitivos modernos”, intenta descansar en una casa alquilada cerca de París, hacia 1912. Está solo, escribe junto a ventana que da a un jardín, se levanta, toma una taza de té, parece melancólico, aunque sus movimientos son suavemente aristocráticos, su francés impecable. Con sorpresa, descubre que en la cocina una mujer con aspecto de campesina está haciendo algo, tan vago como lo suele pedir el cine; se sorprende, se sobresalta, la interroga con dureza, ella se explica torpemente y él termina por aceptar que esté allí, perturbando su silencio.

Antes, nos fue presentada caminando con cierta torpeza rumbo a una iglesia, o va descalza o usa unos zapatones rudimentarios y todo en ella rezuma elementalidad pero no resistencia al trabajo: de rodillas pule pisos, corre, mira con devoción a una Virgen en la iglesia y, sin que sepamos todavía por qué, roba un poco de cera de los cirios, en un frasco recoge sangre de una carne en la carnicería, junta flores que trae en una canasta, su figura, grotesca, es conocida en el pueblo. En soledad, pone todas esas cosas en un mortero o algo semejante, las macera y, luego, con todo eso, pinta.

Nadie da dos centavos por ella: es una sirvienta. Mientras sirve la mesa, la dueña de la casa que alquila Uhde le pregunta, porque le han dicho que lo hace, rudamente por sus pinturas y le ordena que le traiga alguna; lo hace y, cuando esa señora ve esas manzanas pintadas, le ordena que siga limpiando porque ésas no son manzanas, son deformes, parecen más bien ciruelas o lo que sea pero no pintura de verdad, tal como lo declara, tirando ese cuadro a un rincón, en una cena que parece extraída de un pasaje de Marcel Proust. Uhde, el inquilino, ha sido invitado, pero incómodo, molesto con lo que escucha, se levanta para irse, saluda, pero, al girar, ve el cuadro en el rincón; lo recoge, lo mira y le dice a quien lo tiró, “se lo compro”.

Esta escena es fundamental para la historia: Uhde “ve” lo que los demás no, incluso lo que la propia Séraphine no ve. Se diría que con su mirada la descubre, que descubre su valor, pero más que eso, en realidad le confiere existencia. A partir de ahí la ruda campesina no sólo va mostrando lo que es capaz de pinta, sino que va cobrando conciencia de que eso es arte y que vale mucho. Sin embargo, el colapso la espera, su no saber, que le permite ser insólitamente original, una “primitiva moderna”, termina por quebrarla y de arte paranoico pasa a la paranoia lisa y llana, ya, en esta instancia, nadie la ve, los efectos de la primera mirada desaparecen y con ello el arte mismo.

Este planteo no es ciertamente nuevo, hay mucha literatura sobre el particular referida a situaciones artísticas y literarias; relatos de padecimientos muy grandes en pintores que llegaron a ser famosos gracias a que alguien, pronto o tarde, los miró (Van Gogh es un ejemplo preclaro, pero hay muchos más), o en escritores a quienes sólo después de muertos se los miró y, siguiendo lo que hizo Uhde con Séraphine Louis, se les dio existencia. Pero, entre tanto, y porque muchos no tienen la paciencia suficiente como para esperar a que se los mire después de muertos, el no ser mirados suscita toda clase de sentimientos, la mayor parte de ellos depresivos, o rencorosos o, si actúa una filosofía algo oriental, indiferencia.

De lo cual se puede inferir que hay dos temas: ¿quiénes son aquellos cuyas miradas tienen ese efecto vivificante tan humanamente deseado?, es el primero: no se sabe ni hay nada predeterminado en ese particular, aunque me atrevería a decir que debe haber posiciones significativas; una de ellas es la de la madre, qué pasa si ella no mira. O la del anciano de la tribu, pero en materia literaria que un escritor consagrado, cuya mirada objetivamente tiene valor, mire a otro escritor que la busca no garantiza que lo haga existir. En suma, se diría que hay miradas necesarias, dueñas de un misterioso poder para conferir la anhelada y, casi siempre, justificada existencia. Y hay otras que carecen de tal poder.

Además, bien puede ocurrir también que se produzcan efectivamente miradas, pero que porque sólo están dotadas de un poder relativo terminen por ser superficiales o convencionales. Así, en el campo literario puede haber crítica o comentarios a una obra, pero eso no garantiza esa fugitiva transformación, la acción se disipa, lo que esa mirada vio se pierde y lo que deja es un estado de decepción o bien de reafirmación, muchas veces justificada, otras grotesca y puramente arrogante: son incesantes los relatos de escritores que van de editorial en editorial con su escrito bajo el brazo y ¡nada!, hasta que alguien con poder visual hace que logre existencia. Gide no miró la obra de Proust, pero Proust no se desalentó; el último que la miró la hizo existir parece que para siempre; J. K. Rowling peregrinó con su Harry Potter y ya se ve lo que pasó. Rulfo tuvo suerte de entrada y lo seguimos mirando. Como a Séraphine Louis.

Desde luego que fuera de esas privilegiadas situaciones el asunto, en la vida corriente, es el mismo, las expresiones sobre esa situación han de ser infinitas, tantas como los deseos de reconocimiento existencial que persiguen como fantasmas insomnes a los seres humanos.

El segundo tema, para nada insignificante, tiene que ver con los modos en que se reciben las miradas, y su variante, el comportamiento de quienes no las reciben. Séraphine Louis vivía sin que la miraran y eso no le parecía anómalo; cuando la miran tarda en advertir las consecuencias que se desencadenan; otros, en cambio, viven la mirada de la que son objeto como algo natural, propio, algo que no puede ser de otro modo, pero ese aspecto, con tener a veces ribetes dramáticos o grotescos, es menos inquietante que el de quienes la desean pero no la obtienen cuando más la necesitan. Intentan, angustiosamente, “hacerse ver”, de diverso modo: despliegan tácticas de acecho, asedian a editores y a críticos periodísticos, no faltan a ningún acontecimiento en el que se supone que hay quienes pueden mirar y ver, multiplican las solicitudes, piden la palabra en las reuniones públicas, a veces lanzan petardos de diferente tipo, el hacerse ver deviene en muchos casos una pasión de mayor intensidad que la obra por la que quieren que se los vea o el talento que desean que se reconozca. A veces resulta, y en ese caso la duración de la existencia así lograda dependerá de la validez o la importancia de aquello por lo que han bregado: sé de escritores que fatigan las redacciones para pedir reseñas, entrevistas o lo que sea y terminan por obtenerlas; sé de escritores que exigen viajes y premios y los consiguen; sé de pintores que arrastran a curadores y galeristas para que vean sus obras y lo obtienen. Pero la mayor parte de las veces no; es muy posible que muy pocos admitan que después de intentar semejante prueba de existencia nada han obtenido, no es fácil reconocer que queda un resto amargo de tan arduas tentativas.

En otros campos, el hacerse ver tiene por supuesto otro sentido: un guerrillero, o un aspirante a político, no pueden no intentarlo, los métodos varían, el objetivo es el mismo. Un sector postergado de la población, del que nadie habla y al que nadie mira en su drama, de pronto imagina que ocupando un terreno, haciendo un piquete, cerrando una calle se hará ver y, como consecuencia, será mirado y su existencia comenzará a concretarse, habiendo estado previamente en una situación irreal, los villeros ahí, pero nadie se ocupa, nadie acude, nadie arregla nada. Un impulso semejante, pero de un signo aberrante, puede reconocerse en un psicótico; su clamor previo no era escuchado, basta que tome un arma, tome algunos rehenes, llame a la televisión y/o mate a unos cuantos o a sí mismo, para que se caiga en la cuenta de que había ahí un problema.

Entre la mirada que descubre y otorga existencia y las miradas que no se producen y dejan en la inexistencia a los que las necesitarían se tiende un arco de figuras posibles; lo que las une a todas es la categoría superior de “reconocimiento”, sin el cual, en términos absolutos, la vida pierde el escaso sentido que tiene. No es extraño, por lo tanto, que se la estime cuando se produce, y con ella una exaltación del yo, y que se sufra cuando no, y con esa falta una negación del yo. Tampoco es una hipótesis demasiado arriesgada pensar que la vida social entera, en sus diferentes estratos, se mueve en virtud de esa dialéctica cuyos términos, en el fondo, son la verificación de la existencia y la dificultad para obtenerla.

sábado, 14 de mayo de 2011

Lo que cuenta Rosa Montero es reflejo de mi vida

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/montero/autora.htm

Viaje con ella en el mismo vuelo de Avianca de Buenos Aires a Bogotá de la Feria del Libro de Buenos Aires a la Feria del Libro de Bogotá...y me asombro todo lo que tebemso en común. De hecho, le conté quela cito en mi libro " Todas Brujas, las ventajas de ser mala" ( que fue el más vendido en la Feria del Libro de Bogotá!) .

miércoles, 4 de mayo de 2011

¿Por qué tenemos que ser brujas?


Ecuatorianas : Estaré presentando mi libro el 8 de mayo a las 15 en la Feria dedl Libro de Bogotá y estaré firmando mis libros el 10 de Mayo en Libro Expres del Quicentro a las 18h30, y el 11 será la presentación de " Todas Brujas : las Ventajas de ser mala" a las 19h00 en el teatro CCI.
El miercoles 11 a las 18 ha dare una charla en El teatro del Centro Comercial Iñaquito: " Mujer moderna y valiente : descubre tu rol en el siglo XXI"
http://todasbrujas.blogspot.com

martes, 3 de mayo de 2011

Noticia: ¡ ya puede ser tuyo!

Mi ultimo libro " Todas Brujas: Las Ventajas de ser mala" ya se puede comprar por internet en http://www.librerianorma.com ( Noata como que eres de Colombioa para conseguirlo)

lunes, 2 de mayo de 2011

Ana von Rebeur en Ecuador


Ecuatorianas : Estaré firmando mis libros el 10 de Mayo en Libro Expres del Quicentro a las 18h30, y el 11 será la presentación de " Todas Brujas : las Ventajas de ser mala" a las 19h00 en el teatro CCI.
El miercoles 11 a las 18 ha dare una charla en El teatro del Centro Comercial Iñaquito: " Mujer moderna y valiente : descubre tu rol en el siglo XXI"
http://todasbrujas.blogspot.com

domingo, 1 de mayo de 2011

Por qué escribe Florencia Bonelli

Entrevista a Flor por la revista Para Ti 19/08/05
Madame Bovary leía novelas románticas para evadirse, entre otras cosas, del tedio que le producía la vida cotidiana. Como tantas mujeres, ella imaginaba a través de los libros historias de amor que se anudaban a sus propias fantasías. Pero para Florencia Bonelli (cordobesa, casada, 33 años) leer esas novelas e imaginarse esas historias supuso, finalmente, terminar por escribirlas. “La vocación por la escritura me nació a los 27 años –cuenta la autora-. Yo soy contadora pública y estaba trabajando muy bien con mi profesión, pero muchas veces, incluso en la oficina, empezaba a imaginarme historias románticas. `¿Y por qué no las escribís?´, me sugirió mi esposo cuando le hablé del tema. `¿Y por qué no?´, me dije. Y así empezó todo”.
Lectora infatigable de novelas de amor, Florencia descubrió el género nada más y nada menos que con Jane Eyre, de Charlotte Brönte, un libro que comenzaría a trazar el camino que la llevaría a escribir novelas histórico-románticas. “Pienso que las mujeres hemos sido tradicionalmente lectoras de este tipo de novelas porque no encontramos romanticismo en la vida cotidiana. El amor, el erotismo, las aventuras y los desencuentros que una halla en estos libros no se dan en la vida de todos los días. La rutina de la casa, el trabajo y los problemas son cosas que hacen trizas el romanticismo, por eso no me interesa escribir sobre cosas rutinarias. ¡La vida cotidiana es tan aburrida!”
–¿Qué te interesa a vos, como lectora, de las novelas románticas?–
A las lectoras de novelas románticas nos fascina el poder que puede tener el amor entre dos personas. Y es el hecho de que todos los días la gente se enamore lo que hace tan difícil que alguien pueda explicar qué es, en realidad, enamorarse. Al ser un género de entretenimiento (aunque no diría “pasatista”, porque suena peyorativo), la novela romántica nos sirve a las mujeres para desenchufarnos: son libros que una compra para leer en un fin de semana. Pero hoy en la Argentina es un género muy menospreciado. Acá se le pone la etiqueta de “novela rosa”. Hay mujeres que compran los libros y los dan vuelta en el mostrador para que no se les vea la tapa. No sé bien por qué, pero existen muchos prejuicios tanto acá como en los mercados latinoamericanos. Aunque si te fijás en los EE.UU., la novela romántica mueve mil millones de dólares al año.
–¿Ves esos prejuicios tanto en el público como en la crítica?–
Sin duda esos prejuicios son mayores del lado de los críticos. Cuando publiqué Indias blancas, hicimos un evento de firmas en una librería de la Capital y la gente de la editorial se quedó pasmada por la cantidad de mujeres que se acercó. Yo siempre digo que no hay lector más fiel que el de novelas románticas (aunque en general son lectoras, hay muy pocos hombres). Pero el menosprecio que hay acá hacia el género tiene que ver también con una gran miopía por parte del mercado. Sobre todo si pienso que cualquier mujer que empieza a leerlo enseguida se engancha.
–¿Creés, entonces, que hay una literatura de y para mujeres? –
Este es un género de y para mujeres. Es difícil que un hombre pueda escribir una novela romántica. Los hombres no tienen el romanticismo necesario para hacerlo. Algunas lectoras me han escrito preguntándome si existieron los protagonistas masculinos de mis novelas, quizá con el deseo de saber si ha habido en la realidad hombres tan románticos. Pero son invención mía... No sé si hay hombres así o si alguna vez los hubo. Y no creo que haya escritores de novelas románticas. Ese es un territorio de mujeres.

En 1998, Florencia Bonelli dejó de trabajar como contadora pública para dedicarse de lleno a su vocación de escritora, y en 1999 publicó Indias Blancas, su segunda novela (ver recuadro). “Yo tenía un trabajo magnífico, ganaba muy bien, pero quería dedicarme a lo mío. Ya las ciencias económicas no me llenaban y todos los días me impacientaba en la oficina cuando se acercaba la hora de irme a casa para seguir escribiendo”. Pero luego de una temporada en la que vivió en Europa, decidió volver a su antiguo trabajo porque ya no quiso seguir dependiendo econonómicamente de su marido. “Entonces hice una revisión y me di cuenta de que con mis libros gano poca plata, cuando en realidad siempre fui una persona que tuvo su propio dinero. Aunque sé que muy pocos escritores pueden vivir de lo que escriben en la Argentina. Y es que acá no lee casi nadie, y el que lo hace lee El Código da Vinci… como si no hubiera otro libro más que ese”.
–A diferencia de lo que pasó con la novela romántica, según decís, la novela histórica es un fenómeno de ventas. ¿Pensás que es una moda pasajera?–La novela romántica no va a pasar de moda mientras haya mujeres románticas. En cuanto al género histórico creo que tampoco, porque la gente ha descubierto que es una buena forma de aprender historia. Siempre estudiarla en la escuela fue un bodrio. Los libros y los profesores eran un bodrio. Y a través de la novela histórica la gente entendió que se puede aprender historia entreteniéndose.