Siempre me he sentido como un extraño, y estoy seguro de que la suspicacia que percibo es la suspicacia que yo mismo despierto por mi gran anhelo de pertenecer. Me gustaría llevar una vida libre del constante autoexamen; una vida que quizá esté gobernada por los procesos de la culpa, el remordimiento, la esperanza y la angustia, pero en la que estos procesos en sí no ocupen el lugar más destacado en la mente. Me gustaría pertenecer a un mundo dedicado a crear, a conservar, a lograr o sencillamente a ir tirando. Pero el mundo del extraño, en el cual he elegido vivir y para el cual me he preparado, no se basa en ninguna de estas cosas. Se basa en la observación. El hábito de una atención aguda y constante puede verse en los animales sin recursos, sin posibilidad de pelear, sin margen para el error. Es el hábito de quien depende por completo de los caprichos y la buena voluntad de su entorno. Es el hábito del niño. Históricamente, es el hábito del judío. Como hijos de judíos inmigrantes, nuestra necesidad de observar es espoleada por el recuerdo de viejas humillaciones, de viejas indignidades. Somos espoleados por los placeres aprendidos y obligados del aislamiento y la reflexión. Entrenados para vivir de nuestro ingenio, para vivir en el margen; entrenados para no integrarnos, hemos hallado vanas las virtudes del compromiso con nuestro entorno. Y así, nuestras vidas son un feroz intento de encontrar un aspecto del mundo que no admita interpretación. Fieles a nuestro pasado, vivimos y trabajamos con una visión heredada, observada y aceptada de la futilidad personal y de la belleza del mundo.
Soy dramaturgo, lo que quiere decir que lo que he hecho con la mayor parte de mi tiempo durante la mayor parte de mi vida adulta ha sido sentarme a solas, charlar conmigo mismo y tomar nota de la conversación.
lunes, 11 de julio de 2011
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